... nos regaló su llegada

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Cuando estaba en las últimas semanas de embarazo mi cabeza no podía pensar en otra cosa que no fuera el parto, ¿cuándo sería?, ¿cómo iba a empezar?, ¿cómo iba a vivirlo yo?,... Me lo imaginaba una y otra vez, leía un montón de relatos de parto que pudieran mostrarme cómo lo habían vivido otras madres, miraba todos los vídeos de partos en casa que tenía a mi alcance,...y lloraba. Me emocionaba al ver lo bonitos que eran, la magia que transmitían y me preguntaba si el mío sería tan hermoso, si lograría tener ese parto que tanto deseaba. Tenía ganas, tenía muchas ganas de parir, de vivirlo, y de obtener la recompensa más bonita que podía darme la vida, ver la cara del bebé que sentía en ese momento en mi vientre… Y por fin llegó el día...

Hoy hace un año que Breogán me regaló su llegada.

Breogán decidió avisarme despacio. Anunciarme su llegada pronto, para que mamá tuviera tiempo de prepararse y de entender que era un momento que debía ser vivido con el corazón y no con la cabeza. Me costó entenderlo. De madrugada, unos minutos después de acostarme en cama noté como se rompía la bolsa, aunque en ese momento no lo tenía claro, ¿ya? ¿ya era el momento? Me levanté para confirmar mis sospechas. Efectivamente la bolsa se había roto, así que mientras nuestra hija mayor seguía durmiendo, mi pareja comenzó a preparar el salón, que era el lugar elegido para el parto, mientras yo avisaba a la matrona. Todo parecía muy tranquilo, yo estaba tranquila dentro de la emoción del momento, no parecía que las contracciones indicaran que el parto fuese inmediato, así que decidimos descansar y coger fuerzas después de compartir la ilusión de notar cómo se acercaba lo que tanto tiempo llevábamos imaginando. Pasaron dos días entre contracciones esporádicas. Pero Breogán no tenía prisa, a mi aún me quedaban cosas por trabajar, cosas que aún no identificaba. Estaba muy ligada aún con mi parte racional y el bebé parecía entender que mi cuerpo y mi mente necesitaban algo más de tiempo para conectarse, para comprender que hay momentos en los que es necesario apartar los pensamientos para dejarse guiar por los sentimientos y emociones. Una auténtica lección de vida.

A medida que pasaban las horas mi cansancio iba aumentando y mi paciencia disminuía. Empezaron a aparecer dudas nuevas, ¿llegará por fin el momento del parto?, ¿cuándo?, ¿cómo?... y llegó la gran duda, aquello que hasta entonces había tenido clarísimo: ¿podré? Hasta ese momento no había contemplado tal pregunta. Estaba completamente segura de mi cuerpo, de mi poder para parir. Me resulta difícil explicar lo que pensaba y sentía en ese momento, es como si mi parte instintiva, confiada en mi poder como madre y como mujer, luchara contra la parte más racional, esa que me traía las inseguridades, los miedos, las preguntas que no se hacía mi cuerpo, sino esa parte que gestionaba mi mente, y que ahora debía dejar paso a  una parte de mi más escondida.

Recuerdo un momento especialmente emotivo durante esa espera. Durante una fuerte contracción mientras estaba tumbada en cama, me levanté y Uma, mi hija mayor, vino a abrazarme. Me abrazó con un amor infinito, paciente, en silencio, con una madurez exquisita para una niña de 4 años. Sentí la paz, el amor y el apoyo que sólo puede ofrecer algo que va más allá de las palabras. Fue un abrazo muy especial, de esos en el que los cuerpos pasan a un segundo plano y se convierten en un instrumento de conexión entre dos corazones que se buscan... y lo más importante, que se encuentran.

Poco antes de que empezara el parto, mi hija mayor había decidido ir con mi hermana a casa de mi abuela, que quedaba a pocos minutos de la mía. Después de varias visitas tranquilizadoras de mi matrona, E., que me invitaba con sus palabras a escuchar a mi cuerpo y al bebé, me tumbé en cama a descansar un poco. Breogán me despertó con una contracción avisándome de que se estaba preparando para salir, pero mi cabeza aún se mantenía muy activa y adelantaba acontecimientos que aún estaban por llegar. Le confesé a mi pareja que dudaba de poder lograrlo, sin embargo mi cuerpo decía otra cosa. Él, con la ternura y la comprensión que me enamoró, me ayudó a conectarme con mi cuerpo y con Breo. Sin que ninguno de los dos fuese consciente de que el parto estaba más cerca de lo que pensábamos, bajó al salón mientras yo comía algo en la cocina y comenzó a preparar el parto que yo había soñado: encendió las velas, puso la música que había elegido para ese momento, prendió la chimenea, el incienso,... y me invitó a vivir el momento, me recordó que estaba allí para disfrutarlo, resultó el guía perfecto, lo demás vino solo. Me senté en la pelota delante del fuego mientras Lucas masajeaba mi espalda, no sé cómo ni en qué momento logré lo que nunca pensé que lograría: dejar de pensar. Ya no había nada, sólo el fuego hipnótico en el que fijaba mi mirada, sólo el amor de sus manos en mi cuerpo, sólo nuestro bebé acariciando mis entrañas y mostrándome un camino desconocido que al mismo tiempo reconocía como familiar. Yo me limité a sentir a Breogán y disfrutar de las nuevas sensaciones que mi cuerpo me regalaba. Empezó a sobrarme la ropa hasta que me encontré desnuda, con el fuego alumbrando mi vientre y Lucas mimándome a mi espalda. Breo nos regalaba un momento muy romántico, lleno de palabras de amor y de sentimientos a flor de piel. Le pedí a Lucas que llamara a E., aunque no estaba muy segura de estar de parto... ahora, desde la distancia me provoca hasta gracia, pero en aquel momento no podía creer lo especial que estaba resultando todo.

Cuando llegó E. la tranquilidad y el amor reinaba en el ambiente, sólo se escuchaba la suave música de Billie Holliday que nos acompañaba, y los gemidos que yo emitía conectándome con Breo. Ella, con el más absoluto de los respetos y tras comprobar que todo estaba bien, se sentó a la distancia adecuada para controlar el parto, pero manteniendo a su vez la intimidad y la magia del momento. Yo seguía ensimismada en la chimenea, disfrutando de los últimos momentos de Breogán en mi vientre, acunando mi barriga a través de la respiración. En un momento que E. se acercó mientras Lucas salía a por unas toallas, sentí la necesidad de preguntarle si estaba realmente de parto, tanto tiempo esperando este momento y ya... ya estaba sucediendo, y de un modo tan suave, tan amoroso, tan tranquilo... no lo podía creer. E. sonrió y me confirmó lo que ya sabía. Las dos sonreímos en una mirada cómplice.

Desconectada de los minutos y las horas, no sé cuánto tiempo pasó hasta que mi cuerpo me pidió levantarme de la pelota para abrazarme a Lucas. Le pregunté a E. cuántos centímetros había dilatado, pero ella en un cariñoso y sabio gesto mantuvo la magia del momento: “¿qué más da? Cuando tengas ganas de empujar, empujas”. Y con esa simple frase me hizo recordar que ahora era el momento de escuchar a mi cuerpo, que nadie tenía que decirme lo que tenía que hacer porque yo lo sabía mejor que cualquiera. Ahora desde la distancia, trabajo ese aprendizaje que E. me mostraba sin necesidad de verbalizarlo: la confianza en mi misma. Así que escuché como mi cuerpo me pedía empujar. Abrazada a Lucas y de cuclillas empecé a hacer fuerza, mi mente funcionaba diferente, estaba relegada a un segundo plano, ya no podía decidir cuándo empujar o no, ahora era una necesidad. Breogán quería salir ya y mi cuerpo estaba dispuesto a facilitarle la tarea. Grité, grité tanto que temí porque algún vecino llamase a la puerta en el momento menos oportuno, fue un pensamiento fugaz, enseguida me volví a centrar en lo que importaba. Nunca grité como ese día, con un sonido que arranca desde mucho más abajo que la garganta. Me sentía libre, podía y quería hacerlo. Noté salir la cabeza, y tras otro empujón el resto del cuerpo. Y Breogán pasó de mi vientre a mis brazos. Lo miré y me enamoré de su perfección, como cuatro años antes me había enamorado de su hermana. Miré a Lucas, con los ojos llenos de lágrimas por la emoción, y recordé porque lo había elegido como padre y como compañero, me sentí orgullosa de él y del equipo tan hermoso que formamos juntos, hoy lo habíamos demostrado.

Al poco salió la placenta y llegó L., la otra matrona, E. la había avisado cuando comenzó el parto pero fue tan cortito que no le había dado tiempo de llegar, yo no era consciente de que sólo habían pasado dos horas. Poco tiempo después llegó Uma con mi hermana. Las matronas me ofrecieron cortar el cordón y yo le pasé el ofrecimiento a Uma, que no se lo pensó y lo hizo junto a su padre y con la ayuda de las matronas. Mientras ellas revisaban que todo estuviera bien, Uma sujetaba la linterna sin perderse detalle, pero estaba agotada, así que cuando ellas acabaron se tumbó a acompañar a su hermano en su primer contacto con la teta y se durmió.

Yo me dejé llevar por el subidón de hormonas, disfruté las sensaciones que mi cuerpo me regalaba después de haber parido, me sentí más enamorada que nunca de mi familia, de mi misma, de la vida,... ¡qué lindo regalo de bienvenida!

Breogán nació un 12 de abril, es Aries, signo de fuego... y fue precisamente el fuego el elemento que presidió su llegada. Lo miraba una y otra vez a él y a su hermana, a su padre,... y sentía cosas muy difíciles de explicar con palabras... Unas excelentes matronas me guiaron en el proceso convirtiéndose en las mejores maestras que pude tener, de esas que ejercen como guías dejando que seas tú la que recorra el camino, pero acompañando cada paso con un afectuoso y respetuoso apoyo.

… y así fue el comienzo de una nueva vida, la de Breogán, y de una nueva etapa en nuestra familia que nunca olvidará los hermosos momentos que nos regaló su llegada.

Asistencia por matronas en Vigo, Pontevedra, Santiago, Ferrol, A Coruña,... y muchas otras localidades de la comunidad autónoma de Galicia.

Parir en casa no es para todos, si estáis pensando en ello como la mejor opción para vuestra familia, esperamos poder ayudaros.

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